Hacia una identidad compleja

A los primeros emigrantes se adapta bien la definición acuñada por Oscar Handlin de “desarraigados”: en la mayor parte de los casos ellos, aún haciendo frente a la diversidad que los circundaba, se defendían rehusándose a aprender la lengua del país de acogida, más allá del mínimo indispensable, y manteniendo lo más posible usos y costumbres de aquél de origen.

La segunda generación, a menudo nacida en el nuevo país, se debatía indecisa en la elección entre el “antes” y el “después”, entre un pasado que al menos podía ofrecer algún punto de referencia cierto y un futuro quizás atrayente pero todavía con connotaciones imprecisas sobre las cuales incidían profundamente sucesos de época (se piensa en la segunda guerra mundial y en aquellos que, seguros de formar parte ya de una nueva y estable realidad, se encontraron en los varios países de adopción siendo considerados “enemigos”).

La tercera y la cuarta generación resultaron bien insertadas en las sociedades en las que operaban y sobresalieron en los más diversos campos: de la investigación al emprendimiento, de la política a las artes, de la finanzas al cine. A medida que las generaciones se integraban, comenzaron a sentir el deseo de redescubrir las raíces y trataron de recuperarlas porque sin memoria no hay identidad y la identidad debe ser como un “motor de arranque” que pone juntos aspectos puramente étnicos (religión, fiestas, hábitos alimentarios) y nuevos estilos de vida (trabajo, familia, amistades).

No es un camino simple, lineal; está más bien caracterizado por tortuosidad, por regresiones, por interrupciones llamativas en el proceso de elaboración de lo “viejo” y de adquisición de lo “nuevo”.

Como síntesis extrema de este proceso cualquiera que lo haya recorrido podría hacerse la pregunta “¿dónde my casa”? que es el título de una selección de poesías de Gregory Corso, importante exponente de la Beat Generation, calabrés, como él mismo se definía.