En la calle: Ambulantes y niños

A la vanguardia de la emigración verdadera y propia fueron aquellos que ejercitaban oficios ambulantes y estaban por eso en grado de llevar noticias e informaciones útiles para proyectos migratorios duraderos. En la Toscana los campesinos iban a Córcega, para los trabajos agrícolas, y luego a Francia, atraídos por mejores pagas, aún cuando el oficio calilificado más difundido era el de figurero. Los ligures atravesaban el Mediterráneo y se dirigían a los países de África septentrional para trabajos de temporada. Partían a gran parte de países europeos, y luego para las Américas, los músicos vagabundos de toda Italia, mientras vendedores de estampas y de pequeñas mercancías, además de leñadores y escavadores, dejaban las regiones orientales de la península. Los deshollinadores savoiardos estuvieron presentes especialmente en Francia.

En realidad, las “profesiones vagabundas” – se tratase de músicos, titiriteros o adiestradores de animales, vendedores de mercancías varias – constituían otras tantas variantes de la mendicidad campesina a la que se recurría desde siglos en momentos de gran miseria.

Con el mejoramiento de los transportes y el inicio de la gran emigración los recorridos de los vagabundos se ampliaron alcanzando ante todo los países europeos y luego las Américas. Las autoridades de policía no los veían con buen ojo, constantemente acompañados de niños, cuyo empleo representaba a menudo solamente un medio para disimular el ejercicio de la mendicidad a la cual estaban obligados. Su mísera suerte suscitaba la piedad y la indignación de las clases dirigentes que, divididas a favor y en contra de la emigración, aprovechaban el argumento a favor de la propia tesis.

En realidad el fenómeno se desenvolvía por su propia cuenta, vanamente seguido de leyes tendientes a regular el trabajo infantil. Alguna vez eran los mismos padres los que llevaban los hijos consigo o los entregaban a personas de su confianza con la esperanza que, a lo largo de los caminos del mundo, aprendiesen a practicar una actividad en grado capaz de saciar su hambre.

Un oficio especial: el figurero

El primero de los oficios especializados en difundirse, a partir especialmente de la Lucchesia, por todos los caminos del mundo fue el del figurero. Ya entre 1870 y 1874, años en los que se desarrolló una encuesta industrial, entre los trabajos y los comercios ejercitados por italianos en el exterior resultaba el arte del figurero. En París, por ejemplo, había más de una docena de ellos y al menos seis ejercitaban su arte en “un grado superior, volviéndose creadores de modelos”, mientras los operarios “figuristas” eran cerca de doscientos y era desconocido el número de dependientes que vendían las estatuillas por las calles. “Aquella mendicidad revestida con los símbolos del arte” era la imágen más difundida y visible del nuevo reino Italia en las calles de todo el mundo. No es ciertamente posible negar la crueldad de los “patrones” respecto de los menores llevados y empleados en países extranjeros. Muchas veces una relación de aprendizaje, que caracterizaba varios oficios desarrollados tanto en Italia como en el extranjero, degeneró en especulación, en tráfico torvo pero ello se verificó en menor medida para los vendedores de estatuitas. Por otra parte familias en malas condiciones económicas podían considerar con alivio el confiar un hijo a un patrón: una boca menos para dar de comer, una pequeña suma recibida como compensación y la esperanza que el pequeño pudiese aprender el oficio de vendedor y, luego, de verdadero figurero y hasta de patrón. “Hacer una campaña” en el exterior significaba partir por un período de veinticuatro a treinta o treinta y seis meses. El patrón, propietario de los moldes, constituía su compañía que preveía diversos profesionales: el moldeador, que hacía con los moldes las estatuillas, el pulidor que las uniformaba, el colorista que las pintaba. Una vez alcanzada la destinación escogida se instalaba el laboratorio y las estatuillas producidas eran vendidas en las calles por muchachos. Representaban vírgenes y santos, el Papa (apreciado no sólo por los italianos sino también por los irlandeses, católicos), héroes varios – Garibaldi se vendía bien por todas partes – y personajes del país en el que se trabajaba (en los Estados Unidos era muy requerido el presidente Abraham Lincoln).